Elisa Carrió, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, digo
José Mar Flores Pereira, se llama nuestro hombre. Nacido hace cuarenta y cuatro años (ojo, dije cuarenta y cuatro, tomá nota) en Santa Cruz, Bolivia, cuando Santa Cruz todavía no era capital del distrito boliviano de la república sojera, se levantó esta mañana en un lugar un poco distinto al que se acuesta ésta noche. No sólo por la distancia entre uno y otro punto, sinó porque en el espacio intermedio entre ambos nuestro hombre, sin otro argumento que avisar que tenía una bomba, se quedó por un rato con el control de un magnífico pájaro de metal, con cien y pico de almas a bordo. Vaya hombrecito, el nuestro de ésta noche. Pinche suerte la nuestra no vivir en Mejico, saber distinguir entre tequilas buenos y muy buenos, comer taquitos de tlaxlote en el desayno, con unos buenos frijoles machos claro, mientras Salma Hayek nos sirve una cerveza bien helada y en el televisor de la cantina el canal cultural televisa nos reporta toditito el secuestro, desde los helicópteros uno y dos. No sé porqué, pero en Mejico es inconcebible producir un noticiero sin tener al helicóptero uno y al helicóptero dos, cuya función generalmente es mostrar lo que hace el helicóptero uno entre las nieblas apestosas del smog. Y bueno, pinche suerte la nuestra compadre, que nos tocó vivir en un país no-serio y sin helicópteros, teníendonos que conformar con las repeticiones del Chavo del ocho. Compadre. El caso es que, volviendo al principio, nuestro hombre se secuestró un tremendo cacharro volador y lo hizo, como tantísimas otras cosas que la gente hace por ahí, en nombre de dios, tomá para vos. Otro que escucha voces que le hablan, como aquella abogada chaqueña. El bueno de José Mar, además del oficio eventual de secuestrador aéreo, también es pastor y cantante, talentos todos que lo señalan claramente como un elegido del cielo y ya sabe usted, estimado lector que nuestra línea editorial respecto a las cuestiones trascendentes es inconmovible: nosotros nos metemos con el cielo, chichoneamos graciosamente con esos asuntillos angélicos pero ni jamás nunca se nos ocurriría meternos con los tipos que se manifiestan como enviados, intépretes o representantes de cualquier tipo de divinidad, por eso nunca nos metimos con Silo, con la compañera Isabel o con Valeria Mazza. Con Claudio Lozano si, no hay problema, le cascoteamos el rancho sin pudor, que es lo menos que se merece dios, o uno que cree serlo. Pero con los representantes no, con esos no. Es más, no sólo no nos metemos, sinó que cuentan con nuestra simpatía, sobre todo en aquellos casos en que visten guayaberas blancas y son capaces de lucir su mejor sonrisa sabiendo que posiblemente vayan a pasar los próximos 25 años bastante, pero bastante ocultos de la vista de dios, quien no tiene la costumbre de asomarse a ver cómo les va a sus hijos caídos en desgracia, ocupado como está en platicar con la Gabi Michetti acerca de los estragos de la soledad en el mundo femenino, o con Elisa con quien dios dialoga como si hablara consigo mismo o con Magnetto, con quien llegó a un acuerdo bastante aceptable hace un par de siglos. Volviendo a los números, y escuchando los convincentes argumentos del bueno de José Mar, sostengo su absoluta inocencia por cuanto cualquier burro que haya leído el Deuteronomio o los libros de Isaías o el plan estratégico de Hérmes Binner (por citar unos pocos libros sagrados) sabe que el nueve del nueve del nueve es una fécha malévola que requiere levantarse temprano, tomarse un buen café, comprar el diario de cancún y salir con tiempo al aeropuerto a comprar el ticket del avión que habrás de secuestrar por allá, un poco más adelante y más arriba. "Vienen tiempos difíciles" me dijo José Mar, mientras yo miraba displicentemente la pantalla polvorienta del televisor de la cantina, apurando el trago y esperando que Salma me sirviera otra cerveza como solo ella sabe hacerlo. En nombre de dios echa otro trago. Andale.
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