La limosna
Dentro de la distribución de tareas que regía en la casa había una que constituía una especie de premio semanal. Si te habías portado bien toda la semana te tocaba llevar las monedas o el bollito de billetes escasos para la limosna. Entonces caminabas las tres cuadras hasta la catedral imaginándote que los angeles te guardaban y vos apretabas el puño para no perder los manguitos y te aguantabas todas las cosas que se decían por allá adelante hasta que empezaban a cantar "re-ci-beo-di-ós-elpán-quete-o-frece-mos" y empezabas a sudar porque se acercaba la canasta y con ella tu momento de gloria semanal y venía esa vieja que parecía dueña de la canasta y que tenía por costumbre no devolver la pelota cuando caía en su sitio pero después se arrodillaba delante de todos cuando llevaba la guita. Pero mejor no me adelanto porque voy a patinar y mejor me quedo sentadito en el banco de la catedral a los ocho años, cuando todavía me portaba bien durante la semana, tanto como para llevar las moneditas y después, después, quedarme a mirar como entraba el sol por los vitrales, con la boca abierta, como un opa.
0 se arrimaron al fogón:
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