LA MEMORIA CONTRA LA TRAICION.
¿Será que la memoria nos traiciona?
El conflicto con las entidades del campo no es una novedad y reproduce, casi en copia carbónica, hechos semejantes acaecidos durante la luctuosa década de 1970.
Salvador Treber - Profesor de posgrado. Facultad de Ciencias Económicas – Universidad Nacional de Córdoba.
La tarea de mirar de manera retrospectiva lo acaecido en el ámbito nacional constituye, cada vez más, una acuciante necesidad. Somos bastante frágiles de memoria y por eso es frecuente que no tomemos demasiado en cuenta la enseñanza que dejan los tiempos ya vividos. El hecho de que por vía Internet se haya lanzado una verdadera campaña de rumores que anuncian situaciones apocalípticas, la inminencia de un nuevo “corralito” y la búsqueda de una supuesta “corrida” bancaria debe poner sobre aviso de un verdadero y siniestro complot contra el país.
¡Pobre de los pueblos que olvidan su pasado! Y algo de eso nos está sucediendo. El conflicto con las entidades del campo no es una novedad y reproduce, casi en copia carbónica, hechos semejantes acaecidos durante la luctuosa década de 1970. Los prolegómenos del golpe de Estado de marzo de 1976 en realidad se incubaron en los 10 años precedentes. Puede fijarse ese hito en el encargo de un trabajo académico sobre la eventual aplicación del principio de una imposición a la renta normal potencial de la tierra que fuera confiado al eminente profesor Dino Jarach. El tema, acogido con gran entusiasmo, fue incorporado al programa de las Cuartas Jornadas Latinoamericanas de Tributación de 1964, que contaban nada menos que con el patrocinio del Programa de Tributación OEA/BID/CEPAL.
Esas deliberaciones llegaron a la conclusión que era el instrumento estratégico adecuado para “sacudir” la modorra del latifundio improductivo, poseedor de más de la mitad de las áreas cultivables. En Argentina, tales ideas se plasmaron en la reforma impositiva sancionada por el Congreso el 30 de diciembre de 1973. Ésta lo incorporó con el propósito de calcular la base gravable del sector agropecuario dentro del impuesto a las ganancias; aunque postergaba su efectiva vigencia hasta que estuviese elaborado el consiguiente catastro ecológico.
Por aquellos tiempos, ya regía en Uruguay, pero en función de la renta real y no de la normal potencial. Esta última modalidad considera y selecciona los cultivos más adecuados, no los adoptados por incuria, ignorancia, mera rutina o equívoco. La Sociedad Rural Argentina (SRA) y Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) se manifestaron de inmediato en franca oposición al proyecto. En 1969, el director del Departamento de Estudios Económicos de la primera entidad, Juan Alemann –posterior secretario de Hacienda del Proceso–, publicó un libro denominado “Una política de ingresos para la Argentina”, que se contraponía totalmente a esa iniciativa y procedía a diseñar un programa alternativo basado en la prevalencia casi excluyente de la explotación primaria, en claro desmedro de todo intento de diversificación sectorial.
Debe tenerse bien en cuenta que José Alfredo Martínez de Hoz, cuando asumió el cargo de ministro de Economía de la dictadura, respaldó esa tesis sosteniendo de modo enfático que “Argentina nunca debió industrializarse” y preocuparse sólo por contener los habitantes suficientes para concretar un eficiente “modelo” agrario.
Pero lo realmente valioso y revelador es la dinámica con que se fueron escalonando los hechos que condujeron a esa muy negra y retrógrada etapa de nuestra todavía reciente experiencia histórica. A mediados de 1974, las dos instituciones antes referidas censuraron acremente a la Comisión de Política Concertada que, a instancias del gobierno, integraban hasta ese momento. Luego de romper con ella, la señalaron como cómplice de un proyecto “inconstitucional” y de inspiración “marxista colectivizante”.
A principios de 1975, emitieron otro comunicado por el cual advertían en tono dramático “… que el pueblo votó por la doctrina y la filosofía justicialista y no para que a través de conceptos similares se pretendan introducir ideas ajenas al sentir nacional.
En forma paralela, lograron atraer a la Federación Agraria Argentina y a Coninagro para constituir una comisión coordinadora que, en marzo de ese mismo año, resolvió en prueba de rechazo a la política oficial una interrupción en la provisión de carne que duró 12 días, seguida por otra de 10 y, entre fines de octubre y principios de noviembre, una suspensión total en la comercialización de los productos del campo.
Este conjunto de acciones provocó, obviamente, un marcado desabastecimiento y una imparable suba de los precios que contribuyó a la desestabilización del país.
El “comando” de todas esas acciones estuvo a cargo de una flamante organización que se creó al efecto en agosto de ese año y que componían, además de la SRA y CRA, las Cámaras Argentinas de Comercio y de la Construcción, bajo la sigla identificatoria de Apege. No por casualidad, también estaba dirigida por el inefable e hiperactivo Martínez de Hoz. Poco después, en diciembre, volvieron sobre el tema que tanto les preocupaba y denunciaron de manera apocalíptica que se estaba caminando “hacia el marxismo”. Ya en enero de 1976, dieron un paso más y resolvieron quedar en “estado de movilización” permanente, que culminó el 16 de febrero con la realización de un paro general, que logró la adhesión de otros sectores empresarios. Paso al vacío
Es obvio que esa serie ininterrumpida de protestas y lock outs contribuyeron a crear las condiciones de inquietud general y suba de precios y fueron caldo de cultivo para la consumación del ya mencionado golpe de Estado. Las actuales declaraciones de “inocencia” que ensayaron los que siempre se especializaron en enardecer a productores y arrendatarios no son demasiado distintas de lo que hicieron unos 30 años atrás.
Ese oscuro capítulo fue cerrado, poco después, con la incineración de todos los trabajos encarados por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (Inta) para confeccionar el catastro ecológico; luego de dos años de ingente tarea, ya había logrado completar los correspondientes a las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. En la continuidad de la práctica represiva, se perpetró el secuestro y la consiguiente “desaparición” de varios técnicos que estaban abocados a ella. Obviamente, las circunstancias y protagonistas actuales difieren de los de aquel momento, pero ¿qué quieren decir consignas tales como “¡Cristina, andate!” o calificar a la Presidenta de “la nueva plaga”, insertas en sendas fotografías publicadas en pasadas ediciones de los diarios más importantes del país? Tampoco es muy aleccionador que el fogoso y provocador caudillo entrerriano haga público panegírico de la evasión tributaria, admita sin tapujos la suya y, además, la justifique porque, según él, “todos hacen lo mismo”.
Es legítimo que cada uno procure preservar y defender lo que considere justo, aunque deja de serlo en la medida que pretenda sustituir o “quebrar el brazo” a quienes hace muy pocos meses fueron ungidos con más de ocho millones de votos. Parece que olvidaron que la Constitución prevé que el pueblo no delibera ni gobierna en forma directa sino “por medio de sus representantes”. Y siendo éste un principio básico de la modalidad adoptada en el primer artículo de la Carta Magna, arrogándose facultades para cortar caminos y entorpecer los transportes o la provisión, han optado por sustituir la ley por la fuerza. Aunque lo nieguen, en los hechos adoptan una posición de neto corte conspirativo.
Tampoco esto es una novedad, pero siempre nos llevó al abismo. El 6 de febrero de 1989, el gobierno de Raúl Alfonsín, que transitaba sus últimos meses de gestión, fue objeto de un virtual “golpe” por parte de la llamada “patria financiera”. Cinco bancos extranjeros, en un solo día, retiraron el equivalente a la quinta parte de todas de las reservas monetarias entonces existentes, provocaron un doble y sucesivo recambio en la cartera de Economía, expandieron una sensación de pánico y fogonearon la inflación. Esa situación precipitó la transferencia anticipada de la banda presidencial al candidato electo, Carlos Menem, quien concretó lo que ni siquiera los gobiernos militares –de reconocido cuño conservador– se habían animado a encarar: se sucedieron las privatizaciones, entre ellas la de la Junta Nacional de Granos –que garantizaba precios sostén y mínimos a los productores agrarios– y también la virtual eliminación de las retenciones que se aplicaban a partir de 1956.
La década de 1990 fue de gran auge en la extensión de la soja y esa tendencia, claramente creciente, no se detuvo en los de la terrible recesión que abarcó desde julio de 1998 hasta fines de 2002; aunque contribuyó a una mayor concentración de la propiedad rural, la conversión de miles de productores chicos en arrendatarios, la aparición de los “pools de siembra”, los contratistas y los llamados “valijeros” que lograron perfeccionar un doble circuito –negro y blanco- que regulan a piacere.
La historia narrada está todavía demasiado fresca para que haya sido olvidada, pero parece que muchos protagonistas, incluso algunos que fueron víctimas propiciatorias en tales acontecimientos y hasta dirigentes políticos, inexplicablemente hoy respaldan a quiénes antes los repudiaron. En vez de pensar en el país, se dejan llevar por impulsos de confrontación; olvidan experiencias en que fueron usados y luego desplazados sin ninguna consideración.
El Gobierno ha cometido serios yerros, verdaderos delitos de torpeza y soberbia, aunque sólo aportando ideas y vías de solución alternativas podremos contribuir a recuperar la buena senda y la paz social. Parafraseando la aclaración que suele acompañar a las películas y al contrario de ellas, “toda semejanza con la realidad” en este caso tan especial, no es mera casualidad. © La Voz del Interior
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